Una noche en la Taberna del Fotógrafo (antes hojalatería, churrería, barbería, antigua fábrica de mantequillas frecuentada por Valle Inclán): un fondo de jazz a la luz de las velas. Carpinterías y viejas sillas tonet -todas distintas- pintadas de verde agua. Las paredes, color arena. ¿Las Seychelles en el Valle del Baztan?.
Suelo de madera teñido de negro, techo de madera encalado de blanco, homenaje a la Fotografía antigua: retratos de Gyenes, cámaras de madera de finales del XIX.
Cocina transparente desde el comedor, tras el cristal. Sin trampa ni cartón: la huerta de casa, el Bidasoa, la caza y la ganadería de la zona, tratados con respeto; viejas recetas de frontera y cocina de autor, firmadas por un fotógrafo.
Bar de piedra con piano que suena a cantina y espejo rococó.
Y siempre, alguna sorpresa: música en vivo, tertulia entre nuevos amigos de la mesa contigua. Cinco mesas: tres rectangulares, una pequeña cuadrada y una grande redonda, atendidas por una periodista. Distribuidas como el Partenón, por orden del escultor Jorge Oteiza. Quien diseñó para la fachada un mural de un fotógrafo a la carrera, de cuatro metros de alto.
Una noche, 2.000 noches. Pétalos de flores sobre los manteles para una inauguración de pintura; exposiciones de Fotografía antigua y de vanguardia; clientes inexplicablemente compartidos con Arzak o el Bulli; cientos de amigos hechos por el boca a boca, nuestra única y mejor publicidad. Entre ellos, muchos cocineros de la vieja y nueva cocina, maestros y padrinos de la Taberna.
La Salud, la mala, cerró las puertas de la casa amarilla. La Salud, la buena, las volvió a abrir, esta vez como plató fotográfico y banco de imágenes gastronómicas.
¡Bienvenidos de nuevo a vuestra casa!
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